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lunes, 13 de abril de 2015

Cuando mamá se despidió de mí en Ezeiza, me dijo: "te estás volviendo a tu casa, So".
Es la primera vez que realizo ese recorrido de 13 horas de vuelo hasta Madrid, espera en barajas y dos horas más de vuelo a Londres, para "volver".
Nunca antes había dejado Bs As para volver a mi lugar de base. Siempre mi lugar de base había sido Buenos Aires.
Dormí absolutamente todo el viaje. Ambos viajes. La noche anterior con canciones de Disney versión cumbia, cerveza en vasos de plástico, canciones nostálgicas de fin de Milenio, y el armado de la valija a la madrugada solo pocas horas antes de mi vuelo, me habían preparado para un largo y necesario proceso de recupero de energía, que sirvió para minimizar el tedioso viaje de vuelta.
Londres me recibía con un cielo celeste despejado, y el sol inmenso y caliente que me llevé de Buenos Aires una mañana en que llovía por primera vez en meses.
El aire estaba frío, pero ya no quedaban rastros del invierno en el que vi nevar por primera vez en esta ciudad. Convenientemente para mi cansancio, migraciones y todo el protocolo aeroportuario fue tan rápido como conseguir un café en King's Cross. La cola fue nula, y al final del pasillo entre el avión y la entrada a Londres, me encontré con una máquina cual molinete de subte, donde solo apoyé la página con mi foto del pasaporte y una luz verde me dio acceso a la ciudad donde vivo.
De golpe las señalizaciones ya no estaban más en castellano como me acostumbré durante un mes. Pero me era familiar. Por primera vez todo el aeropuerto me era completamente familiar (aunque era la primera vez que pisaba la terminal de arribos de Gatwick)
Pensé que tal vez iba a encontrarme con algún recibimiento sorpresa, pero para no perder la costumbre, cada vez que llego a Londres, debo yo solita tomarme el tren, con mis valijas hacia el centro de la ciudad. Siempre me llama la atención mi propio reflejo, cargando esa pesada mochila en la espalda, con el pelo suelto, cada año más largo, y cada año ese reflejo más común en mi vida de exiliada.
Moría por un chai latte pero estaba tan tranquila, tan azul, que no me guié por mi único impulso de ansiedad. En cambio seguí caminando, como flotando hasta mi casa. El tren a St. Pancras me costó solo £10. Desde el tren podía ver los restos de los cerezos desflorecidos. Me había perdido el fin del invierno, pero noté cómo el tiempo en un lugar nunca abarcaría el tiempo en el otro.
Y sí.. esa certeza del tiempo como espacio físico es una lección que aprendí hace un tiempo, y ya no me va a abandonar. Aunque en Buenos Aires tuve un deja vu eterno que irónicamente duró un día menos que un mes.
Al llegar a casa mi hermana estaba en mi cuarto, con la ventana del techo abierta de par en par dejando entrar la fría brisa de esta invisible primavera, enfriando el cuarto que se había calentado con algunas horas de un sol intenso. Mis primeras polaroids todavía estaban en las paredes (no es que me extrañe, pero me gustó verlas) tal vez encontrar mi lugar tal como lo dejé antes de irme. Mi hermana cebaba mate y charlamos sentadas sobre mi acolchado azul del mandala. Cuando nos reímos por primera vez a carcajadas supe que vivir juntas es algo a lo que siempre querré volver. Pocas personas me hacen reír como ella. Y esa situación, contándole todo sobre mi viaje, tomando mate, degustando los alfajores que compré en el free shop, eran de una cotidianidad hermosa, parte de esta vida que nos armamos acá...
Después me bañé y fui a The Lion. Patrick me esperaba con una pinta de cerveza en una de esas grandes mesas bajas de madera al lado de la chimenea que por primera vez en meses, no la ví encendida. El bar estaba lleno, y sonaban de fondo esas canciones ahora tan comunes en mis fines de semana. En frente podía ver la vidriera de Lucky 7, donde todavía se exhibe una copia de Radio Ethiopia a £15. No puedo creer que nadie lo haya comprado todavía. Tal vez algún día lo posea yo. Recuerdo hace unos meses, Luis me había mandado un mensaje diciendo que en Lucky 7 había un disco para mí. Y la foto precaria sacada con el celular, las rejas del local todavía bajas, la foto de Patti en blanco y negro de una de las tapas más lindas de la historia del Punk.
No hubo mucho de impresionante en esa noche más que la increíble tranquilidad de encontrarme en mi casa, en ese barrio extraño que descubrí por casualidad, cuando nada de lo que me estaba pasando, pude haber imaginado jamás.
Ahora un vinilo de Charly García descansa sobre un estante en una casa de Clapton. Fue extraño verle la cara y el bigote bicolor y las pecas en la piel de esa foto tan hermosa, entre libros en inglés sobre Factory Records. Un poco más abajo descubrí el lomo de "Unknown Pleasures" escrito por Peter Hook. La foto emblemática de Kevin Cummins en ese puente casi fantasma de Hulme. (fantasma porque no está en los mapas). Y recordé las pocas palabras que crucé con él, días atrás. "Avisame cuando volvés a Londres" me dijo uno de los fotógrafos que más admiro en el mundo, que como con Coty, tal vez también estemos atados de los meñiques con un hilo rojo.
Entonces en silencio caminando por Stoke Newington, respiré el aire fresco que contrastaba con las noches calurosas por Palermo. Se veía solo una estrella en el cielo. Fuimos a un pub donde el dj pasaba Reggae y había solo unos pocos negros bailando. Patrick me contó historias graciosas sobre sus amigos. Cada vez que termina una, me dice: "si lo llegás a conocer, no le digas que te conté".
Pasamos por debajo de un cerezo que todavía no había perdido las flores. Miramos hacia arriba y entre las ramas con flores rosadas grandes como el puño cerrado de un niño, no se llegaba a ver el cielo.
Poco tiempo después, me encontré sentada en una terraza a oscuras, solamente iluminada durante algunos segundos por unas diminutas velas que el viento no tardó en apagar. Se accedía a la terraza a través de una ventana. Se podían ver los pequeños jardines de las casas vecinas, y algunos árboles pelados contrastaban en el cielo todavía un poco claro por la contaminación lumínica de la ciudad.
Yo acaba de pasar agachada por esa ventana para subirme a la terraza, y miré las velas, y sentí el frío que me atravesaba las medias negras, y el olor al mate cocido que Patrick tomaría por primera vez.
Y deseé que esa visión se convirtiera en palabras, para regalársela al que se pregunta cómo será vivir en Londres. Así es. Con terrazas frías, con colgantes de madera traídos desde Brasil por amigos exóticos, con olor a comida bangladesí que viene de las cocinas vecinas, con sus ventanas abiertas tal vez por primera vez en el año. Así es. Con amigos cargados de historias, que desean nutrirse de las tuyas, que van por el mundo hablando y escuchando y hablando como Beats en los asientos traseros de autos.
Y volví a pensar en el frío. Recordé las palmas de mis manos abiertas al frío en una noche helada de Invierno en Buenos Aires, volviendo a mi casa a la madrugada, pensando que estoy viva si siento este frío en las manos. Entonces pasaron segundos, tal vez minutos en silencio mientras yo solo pensaba en el frío y Patrick tomaba mate cocido.
Las palabras se escribían solas en mi cabeza. Se escribieron durante toda la noche.
Acá fluyo como la corriente de gente en el subte.





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