Ella Fitzgerald predijo un viaje en el tiempo mientras yo tomaba un insípido café en el aeropuerto de Madrid.
Uno de los lugares más aburridos que pisé en mi vida, pero la ansiedad me obligaba a meterme de lleno en el pequeño libro de poesía que me acompañó desde que empezó el viaje.
Si puedo escribir y leer, este lugar sin vida no me puede destruir, ni por un segundo.
Pero no podía ni escribir, ni leer. Ni pensar, en inglés, ni en español, la confusión le ganaba al tiempo.
Solo podía llenarme la cabeza de preguntas. Imaginarme la intensidad de los abrazos. Adivinar la temperatura del verano. Hacer listas mentales de los poemas que debía plasmar algún día en mi diario.
Algún día. Algún día podré sentarme a escribir sobre esos días. Algún día continuaré mi guión. Algún día desbloquearé las palabras. Algún día el tiempo habrá pasado. Algún día será otoño acá, del otro lado del mundo (del mío).
Las mismas canciones en la radio, el mismo olor en la estación, extraño las ventanillas del tren, donde me sentaba a leer con el viento enredándome el pelo, y a veces dormía, ida y vuelta, de principio a fin del recorrido, dormía para acercarme a la mañana un poco más. Y después dormía bajo el sol en mi casa, con la persiana alta, porque me gustaba dormir bajo el sol.
Algunas flores rosadas decoran los árboles que crecen como arbustos silvestres al lado de las vías. Pienso en los cerezos de vez en cuando. Estarán perdiendo las flores ya? me esperarán a que vuelva?
Estar acá es demasiada poesía. Tanta que no logra salir.
Le preguntaría a Maija, cómo hacer, para agarrarles la cola a los poemas y no dejarlos escapar.
Rimbaud le escribía a la juventud, y el verano que llega a su fin me ve un poquito más libre que unos días atrás.
Quisiera escribir. Quisiera hacer unos poemas, o que se hagan.
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