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jueves, 1 de enero de 2015

Cada año nuevo me recuerdo sentada frente a la tele mientras mi mamá y mi abuela cocinaban para la cena de fin de año y yo prendida al noticiero que transmitía desde Once cada pedacito de noticia. Las buenas noticias y las malas. Las dudas, los miedos, los nombres, las listas. Me acuerdo de las listas. Mujeres frente a la cámara leyendo una lista de hospitales y morgues a dónde los familiares podían buscar a sus hijos perdidos desde la noche anterior. Hermanos que se reencontraban después de una mañana de shock. Taxistas que se acercaban a la zona para recorrer esa ruta de hospitales y ayudar a padres desesperados por no descubrir lo peor. Yo tenía 16 años. Nunca me voy a olvidar de las ganas en la panza de ir para allá, de dejar todos los preparativos y de ayudar. Pero solo me quedé sentada ahí, llorando mientras mi mamá le sacaba las bolitas al melón para su ensalada de todos los años. Hacía calor. Me acuerdo que era un hermoso día de verano. Yo sentada en el sillón. Festejar me hacia sentir un poco mal. El día de hoy, 1ro de enero de 2015, escucho petardos desde mi ventana en Londres y todavía recuerdo esa sensación de injusticia, por qué algunos no pueden festejar hoy?
Y entiendo que todos los siguientes años de mi vida después de ese año nuevo, algo en todos cambió. Tal vez ese amor del rock que tanto intento describir a mis amigos que son ajenos, venga de esa triste noche en que miles de chicos se encontraron solos en la oscuridad y se dieron la mano y se salvaron la vida entre ellos sin conocerse, habiéndose visto antes por primera vez tal vez en el pogo. Tal vez cada vez que un desconocido me cuidó en medio de la gente en un recital, lo hizo desde la herida eterna del Cromañon que se llevó tantos chicos como nosotros. Hay algo invisible dentro nuestro que plantó esa noche. Hay algo en nuestra forma de mirar hacia atrás desde la valla, manteniendo la tranquilidad cuando se siente la presión del público en la espalda y la barra de metal en las costillas. Nosotros sabemos como mover el cuerpo, como plantar los pies en el suelo, como respirar para no perder el aire... Aunque no lo digamos, con los ojos buscamos rápidamente las salidas de emergencia, nos preguntamos de qué estará hecho el techo y cuánta gente entra en este lugar. Tal vez ese reconocimiento dura una milésima de segundo, y tal vez haya días en que ni siquiera nos damos cuenta que lo hacemos, que en el fondo nos da miedo, que tenemos que saber.
Pero además del miedo y la tragedia nos queda el amor. El amor que todos esos chicos fueron a buscar esa tarde de fin de año. El amor que solo tus amigos pueden darte cantando con vos una canción que habla de TU vida. Era la mejor forma de celebrar, y lo entiendo con el alma, yo también hubiera ido a festejar de esa forma. Y lo sigo eligiendo así. Música y amigos para siempre.
Y cada vez que una canción suena en un escenario y un desconocido bailando me sonríe, estoy viva de amor. Y nunca voy a olvidar lo que aprendí en esos días. Lo agradecida que estoy con mi generación, con esos pibes que habían descubierto la poesía de ser gente común, los que entraron otra vez a la oscuridad a pesar de haber encontrado la salida, para salvar a ese desconocido que había ido a buscar el mismo amor.
Gracias a esta herida eterna hoy soy lo que soy. Gracias a esta herida eterna, el amor en todos es más profundo.

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